Hace tiempo había comenzado a venir, sin invitación, de paso por las noches, puntual, constante, terco y arrogante.
No dejar que el sueño gane luce como la única manera que he encontrado para omitir su visita. Evadirle parece hacerle enfurecer, pues cuando se haya paso para regresar, se siente su presencia hasta el último rincón de la habitación y de los huesos.
Esta noche finalmente el cansancio terminó por vencerme los párpados que cargan con la fatiga acumulada en las pupilas.
Lo siento aquí, anuncia su llegada desde el marco de la puerta, mientras le ordena a la cama usar las cobijas para sostenerme en un abrazo pesado que limita el mínimo movimiento en mis extremidades. Con soberbia me concede la miserable posibilidad de seguirle con la mirada de vez en cuando, al comenzar la batalla contra mis párpados para mantenerlos abiertos.
Me saluda descaradamente con su risa irritante y desgarradora que taladra los oídos.
Voy perdiendo, mi vista se cubre de la abrumadora oscuridad que le acompaña, y él, sin esperar una bienvenida, se abre paso al interior de la habitación.
Doy un último contraataque que me regresa un poco de visibilidad mientras él se coloca a un costado para saludar.